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miércoles, 6 de junio de 2018

TIEMPO DE EXÁMENES. F. JAVIER MERCHÁN IGLESIAS


TIEMPO DE EXÁMENES
F. Javier Merchán Iglesias

Cuando a principios de junio se avista en el horizonte el final de otro curso escolar, la presencia del examen es cada vez más notoria y evidente. Hay alumnos que tratan de enmendar malos resultados apurando las últimas oportunidades de recuperación del tiempo perdido; otros, los más diligentes, se esfuerzan en mejorar sus posibilidades para alcanzar una buena posición en estudios posteriores. Por su parte los profesores procuran apurar juicios sobre el trayecto recorrido durante el curso por los estudiantes y se afanan en rescatar a los que, a pesar del empeño, no se han visto recompensados por el mínimo aprobado. Es tiempo de exámenes, pues en todo este trajín el examen es quien dicta sentencia.
Ejerciendo su dominio de manera invisible, el examen es el señor de la clase. Muchas veces, más que transmitir conocimientos, los profesores le dicen a los alumnos lo que tienen que decir el día del examen: las causas de la revolución industrial, los episodios de tal o cual guerra, las etapas de este o aquel reinado...En el desarrollo de la clase la atención de los jóvenes se centra en lo que tiene relación directa con el próximo examen y se dispersa cuando advierten que todo lo que hay que saber está ya escrito en el omnipresente libro de texto. Estudiar no es recabar conocimientos para resolver un problema, estudiar es preparar exámenes.
Aunque se ha naturalizado con el paso del tiempo –hasta llegar a ser impensable la vida sin exámenes- el examen es un invento que tiene su historia. Se trata de un dispositivo pensado para regular el acceso a determinados puestos y al ejercicio de una profesión, o para pasar de un curso o nivel de enseñanza a otro, como es hoy el caso de los exámenes escolares. El objetivo es acreditar que el candidato posee los conocimientos que se requieren para ello. En la época medieval, tanto en las universidades como en los gremios, la fórmula consistía en demostrar ante un tribunal capacidad para ejercer el oficio mediante la realización de una obra maestra o la impartición de una clase. A medida que se fue configurando el sistema escolar los jesuitas practicaron la disputatio, un acto en el que el alumno demostraba sus conocimientos participando en una controversia acerca de algún problema de conocimiento. Pronto, cuando se fue implantando la escolarización de masas, el mecanismo de la controversia se fue sustituyendo por la fórmula que utilizó el imperio chino para seleccionar a funcionarios: preguntas y respuestas realizadas por los profesores, primero de modo oral y finalmente, ya entrado el siglo XX, por escrito.
El examen escolar en la forma que habitualmente se practica ha tenido y tiene sus detractores. Giner de los Ríos en un texto que significativamente titulaba “O educación o examen” propugnaba su desaparición. Hace unos días el filósofo Emilio Lledó señalaba que “hacer exámenes continuamente, es la muerte de la cultura”. El formato del examen que se utiliza en muchas asignaturas y oposiciones, con preguntas cuyas
respuestas están ya escritas en un texto o han sido enumeradas por el profesor días antes, conduce a una perversión del conocimiento. Saber consiste en repetir lo que otros han dicho, aprender es memorizar los apuntes de clase o algunas páginas del libro con el fin de reproducirlas lo más fielmente posible. Para facilitar la memorización y también la corrección, el contenido se encapsula en pequeñas dosis y, para hacer la cosa más digerible, las preguntas del examen se simplifican hasta llegar al modo test.
En las circunstancias actuales de la escolarización, a pesar de las fundadas críticas al artefacto, dejar de hacer exámenes no parece una opción viable y quizás tampoco deseable. El número de alumnos al que los profesores deben calificar, la presión social sobre las notas, el tiempo compartimentado en tramos horarios, la misma asignaturización del conocimiento, son factores, entre otros, que hacen del examen un producto genuinamente escolar, una pasta viscosa de la que es difícil desprenderse. Tal vez sólo quepa minimizar daños colaterales, procurando que las distorsiones que el examen provoca en la práctica de la enseñanza y en el conocimiento que adquieren los alumnos se atenúen lo más posibles. No es necesario suprimirlo, quizás sea suficiente con que el examen tenga menos protagonismo Mientras tanto, para los alumnos -y para los profesores- el final de curso será un tiempo de exámenes, un campo de minas que deben sortear.

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